Este es un blog sobre Poesía y Artes Plásticas. Quería crear un espacio en el que hablar de Poesía, de libros y poetas que me resultan interesantes y al mismo tiempo, utilizar las posibilidades que ofrece internet para mostrar parte de mi obra plástica. Así que aquí va... una de cal y otra de arena!

This is a blog about Poetry and Art. I wanted to create a space to talk about Poetry, books and poets that I find interesting and at the same time, using the possibilities offered by the internet to show some of my art work. So here goes!



POESÍA / POETRY


Crítica en Ibi Oculus por Beatriz Russo.

Comiendo una granada, Esther Muntañola. Bartleby, 2017

(Transcripción)

Beatriz Russo
Comenzar la lectura de este libro como si estuviéramos comiendo de una granada. Aferrarlo con las manos, hendir los dedos hasta sus entrañas, desgranarlo y dejar que se desangre mientras se nos va tiñendo la boca y las manos con su tinta o con su jugo y nuestra piel poco a poco va marcando los surcos de la herida y su memoria.
Esther Muntañola se adentra en el otoño con una fruta del color del amor pero también de la sangre, dualidad antagónica en los paisajes que emergen de las luces y de las sombras, la polisemia de ciertas palabras que a veces se convierten en las otras, las que nadie quiere nombrar, pero aun así se pronuncian con el dolor apuntando hacia el origen del latido. Así la granada puede ser un fruto exuberante que impregna vida en cada grano, así puede arrebatarla y descomponerla en mil fragmentos, como la poeta reconoce en aquellos cuerpos que atraviesan la ruta de los Balcanes con los pies que marcan la senda de la huida. O aquel río frontera entre Grecia y Macedonia, que de tantas muertes en su regazo ya no sabe si es de verdad un río portador del agua que da la vida o el arma para arrebatarla. Es lo que les ocurre a las cosas cuando pierden la semántica de su luz y se colman de una oscuridad que va enmudeciendo su forma. Cuando las manos ya no sirven para salvar una vida, cuando los ojos se entregan a la derrota del mundo y se secan como botes de pintura desahuciados. Cuando las cifras ya no sirven para cuantificar lo bello y se convierten en una manera de contar cadáveres o monedas. O cuando las torres de Manhattan, un 9 de septiembre, dos días antes de la locura, dejan de significar hermandad para gritar orfandad y barbarie. Porque este es un libro de dualidad sí, y de otoño y su declive, de escombros, más derrumbados los hombres que los muros, de personas encalladas en las costas sin un invierno ya posible en la Europa que llamamos nuestra, de pájaros refugiados con sus alas sin plumas y la sola esperanza de aguardar el momento en que se entienda que Todas las semillas son la misma semilla pero no se saben. Las hojas caídas a los pies del árbol, como el manto de un semi dios condenado al hieratismo dócil y desnudo del invierno, con los mochones de los árboles disputándose el cielo con sus nudos, o los árboles guillotinados de Caen en aquel verano del 44.
Sin embargo, no todo es sombra proyectada, pese a que antes que el trazo, la sombra sobre el papel. Pero la luz… la luz es la artífice de esas sombras, la que les da volumen, crea sus formas y se atreve a desaparecerlas si es preciso para esconderlas de la oscuridad final. Esther, talladora de palabras y creadora de volúmenes coloridos, sabe que el mundo no es un lugar tranquilo pero conoce el modo de hacerse un refugio en medio del caos. La infancia es el hogar de los pinceles o los lápiceros que reinterpretan la memoria y la conservan en una lata de galletas, poemas que son como antiguas estampas de cuadros. Cuando leo el poema Tierra de norte veo a Caspar Friedrich David y sus cielos negros cediendo toda su luz a la tierra. Leo Caen y veo que un bendito rayo de sol entra y nos reconforta. Ilumina el desayuno, vasos, zumo, croisants, mantequilla, e imagino a Renoir sentado a un lado de la mesa. La Cuchara de madera me lleva a la cocina del Moulin de la Galette de Santiago Rusiñol. Canal podría ser un paisaje de Darío de Regoyos donde lo humano es motivo de gozo pueril hasta que llegan los hombres con las cañas… Llegan los hombres y acechan… porque son ellos los que poseen el secreto de la destrucción del mundo. Pero mientras haya amor, aun presintiendo su abismo en la sala de espera de un aeropuerto, mientras siga habiendo luciérnagas en el camino y gusanos de luz en las noches oscuras, mientras el tejo genere raíces internas y crezca de nuevo en sí mismo, mientras mudanza a mudanza se sigan guardando las cartas de entonces, habremos vencido al sueño más oscuro.
Porque en cada mudanza se produce un desprendimiento. El tiempo transmuta las palabras, va erosionando el nombre de las cosas, su significante más inmediato, hasta tornarlo caja de herramientas con la que construir un nuevo significado. Porque el tiempo no solo destruye, también reconstruye y preserva. De eso sabe mucho la poeta que ha tocado El arca de la abuela… en el reverso de la tapa se sujetaban las escofinas y formones, destornilladores… herramientas para el museo del alma… del arca salieron todos los muebles de la casa…, y después de que pasara un tropel de tiempos en fila, ella veía allí a sus padres… con tanto amor, callado. Porque los seres queridos sobreviven a su materia orgánica, tornándose tortos de maíz o paños de cocina, jabón o el sabor de un guisoaquello que se queda y no tiene palabras. Como el hueco que dejó la bala de un soldado francés sobre los tablones de una panera en un pueblo de Asturias o el nombre de los 15 ahogados antes anónimos en la playa del Tarajal, o como la insistencia de los tilos de Unter den Linden, que Hitler mandó talar para magnificar su gloria, resistiendo al miedo de un genocidio. Y es que el hombre no ha comprendido aún que el tiempo es de los árboles. Porque solo ellos sostienen el cielo negros, como cabellos de animal, mientras nosotros, frágiles, absurdos, hermosos, deseando perdurar en lo mutablesólo somos pequeñas lumbres al aire de la noche. Esther Muntañola es una de esas lumbres, de voz prodigiosa e inmensa.







Crítica en Liberoamérica por Gema Palacios



(Transcripción)
Por un momento, pensad en la palabra flâneur. ¿A qué os evoca su fonética murmurante, la belleza contenida del acento sobre la vocal cerrada, vocal que nuestra lengua desconoce? Cuando pienso en este flâneur me viene a la mente París, los paseos sin rumbo fijo de quien va en busca de la belleza de lo cotidiano, adentrándose por los meandros de la ciudad decimonónica, casi táctil la atmósfera de ruidoso hervidero, las costumbres de sus habitantes. Pienso, sobre todo, en Charles Baudelaire, un poeta que admiraba profundamente a los pintores de su tiempo como Delacroix, y que hizo de su propia obra un auténtico lienzo de sensaciones y colores vivos. Les fleurs du mal, como bien recordareis.
Mi recuperación de esta figura del flâneur sólo tiene como motor el hecho de volver a hablar de algo tan sencillo como el paseo y el ejercicio del paseante, pues me parece que durante este movimiento regido únicamente por la itinerancia se descubren formas nuevas que riñen con el asombro. Otro salto en el tiempo: en griego peripatêín significa pasear, y a los filósofos que siguieron la estela de Aristóteles se les bautizó como los peripatéticos: sus reflexiones nacían de los paseos por el jardín. Pasear, hoy también, puede ser pasaporte que desteja la urdimbre de los días con fidelidad rotunda.
Tras este preludio afrancesado, detenemos el pulso en un libro concreto: Comiendo de una granada de Esther Muntañola, publicado por la editorial Bartleby en 2017. Ya habían visto la luz anteriormente sus poemarios En favor del aire (El Árbol Espiral, 2003) y Flores que esperan el frío(Trea, 2012), dos libros que sin duda alguna merece la pena rescatar, y a los que acudiré también durante este paseo por el jardín personal de su autora.

El árbol
No resulta extraño que un paseo por el jardín dé comienzo con el árbol. Este se alza como uno de los protagonistas indiscutibles de la poesía de Esther Muntañola, porque hasta en las ramas aparentemente derrotadas asoma un fruto, la simiente de lo que está por venir. En su poética hay un sentido profundo de la escucha, del aprendizaje a través de la observación del mundo. Con la delicadeza con que un pájaro hace su nido en las ramas más altas, la poeta excava en la lengua, logra hendir pequeños agujeros donde poner su semilla. Sirvan de ejemplo versos como los siguientes, recogidos en Flores que esperan el frío: «Da sonido a la sombra el instante del pájaro. / Hay un hueco de nube y una noria en mis manos, / tardes enteras se amontonan y dejan / su pequeña ceniza, sus arañazos, su magisterio sombrío, su mirada». O este otro: «Los ojos aprenden a hablar antes, a caminar antes».
No podemos olvidar que es una artista quien sobrevuela estos libros de poesía: en Esther Muntañola se reconoce a una creadora que nunca se despoja de las artes plásticas. Es más: no escribe el poema sino que parece estar dibujando con plumilla o espátula o pinceles cada una de las imágenes poéticas. No solo en el color deja su huella. También en la forma escogida, que se caracteriza por la libertad absoluta: los poemas danzan desde el metro breve hasta el versículo, y en otras ocasiones se asientan con naturalidad en el poema en prosa, siempre desde la conciencia de un trabajo y compromiso férreo con la palabra. Como el árbol es hogar para tantas especies, en esta voz coral enarbolada por la poeta reside el aliento único: «Los árboles trazan / el camino del agua».
El tiempo
Para el poeta, lo sencillo es escribir desde el pasado, desde el recuerdo, para hacer memoria. Comiendo de una granada es un poemario donde el tiempo resiste, una y otra vez, no sólo en el pasado sino a través de la referencia al instante-ahora, que se encuentra presente desde el momento en que tomamos el libro entre las manos. Está en la portada: en el título. En la aparición poco común de un verbo en gerundio, que capta precisamente la morfología de lo que está sucediendo mientras se habla, o en este caso, mientras se escribe. En el poema que da título al libro leemos: «Comenzamos el otoño / comiendo de una granada, / otra vez el tiempo acelerándose / jinete del vacío». Con esta bella metáfora, la poeta nos pone cara a cara frente a ese perpetuo devenir que asola cuanto encuentra a su paso. Los granos rojos del fruto son también un espejo para la herida. Una herida salvajemente humana.
En el poema ‘Cuchara de madera’ escribe Esther Muntañola: «El Tiempo, a su modo, deshace todo lo que ya no pertenece al Tiempo», y con la palabra hace un camino para la memoria, pues en este libro hay una recuperación del quehacer histórico como instancia constructora. Los objetos familiares como el arca o las recetas de la cocina cumplen este papel de deshilvanar el pasado y traerlo al presente desde la intimidad de lo cercano. Esta idea queda perfectamente recogida en los versos: «Aquello que sirve para crear o arreglar algo. / Herramientas para el museo del alma, donde / funcionan, hacen su música. Y construyen». El acto de convocar a los protagonistas a través de sus nombres también me parece un detalle relevante, pues traza una homogeneidad entre ellos: así Soledad, Vicente, Felisa, Josefa, pero también Armand, Ibrahim, Dacoleiv, Oumar, estos últimos hombres y mujeres ahogados en la playa del Tarajal tratando de llegar a Ceuta. Como en este otro poema titulado ‘Espacio para sostener el tiempo’, en el que se recorren las calles de Berlín y la ciudad revela la cicatriz imborrable que la mantuvo dividida durante décadas. La memoria es la voz que moldea el sentido, espina dorsal de este poemario.
Los cuerpos
«Antes que el trazo, / la sombra sobre el papel, / como el cuerpo es amapola / antes que piel o carne / y el poema asombro, silencio, espacio / antes que palabra». En estos versos Esther Muntañola pone la mirada en lo ausente, en la falta, de modo que no es el cuerpo en sí lo que aparece en Comiendo de una granada, sino la huella del cuerpo, que irrumpe en el poema y lo dibuja. Los poemas que establecen rutas trazadas por los inmigrantes no están poblados de cuerpos, sino de una parte representativa de ellos, de su dolor a cuestas. Los pies se equiparan a manos en la desesperación por aferrarse a la tierra, y las manos poseen su propio lenguaje, es aquello que «sujeta la vara que sujeta el cuerpo».
Como en un espejo, lo que en desfila en los versos no es más que la verdad en toda su crudeza: «la Humanidad traslúcida», en sus propias palabras. Muntañola recuerda además a algunos fotógrafos como Dorothea Lange o Robert Capa, que recogieron la semilla de la barbarie con la lente de sus cámaras, y dirige su poesía al lector, en una llamada cómplice y hermana, más cerca de la compasión que de las campanas lejanas del arte por el arte: «Qué podemos hablarles a esos ojos, con qué boca emitiremos sonidos aceptables, con qué manos acariciaremos esas cabezas y levantaremos esos cuerpos».
Un reclamo que aquí no solo conmueve, sino que mueve, resucita; al fin, restaura.
Coda
Si el flâneur que al comienzo de esta reseña recordábamos quisiera transitar por el paisaje de nuestro tiempo, se encontraría con un collage de las imágenes aquí retratadas, pues Comiendo de una granada es un poemario de hoy que conserva un aliento de ayer: espíritu atemporal de lo que está naciendo. El poema del instante reaparece en el perpetuo e incesante paseo por el jardín de esta artista desgarradora.


Crítica en Odisea Cultural, por Alberto García Teresa, 21 Julio 2017

Transcripción:

Esther Muntañola portada "Comiendo de una granada"



La plasmación de la observación de la naturaleza vertebra el tercer poemario de Esther Muntañola (Madrid, 1973). Esa mirada se transmite en un ritmo pausado, en un registro meditativo que recoge con delicadeza lo que tiene ante sí.

Muntañola, también artista plástica, despliega precisión y evocación al mismo tiempo en unos versos certeros, construidos, afinando la síntesis, con frecuencia con oraciones formadas solo con sintagmas nominales. En ese sentido, sobresale su capacidad de nombrar la raíz de lo contempla, enhebrando algunas imágenes y metáforas brillantes. De hecho, su mirada sobre la naturaleza resulta también una mirada transformadora, pues lo observa desde un enfoque metafórico. La poeta toma el entorno como un juego de relaciones y coloca a los elementos naturales en correspondencia con un nuevo orden (el de la metáfora). Su mirada no meramente recoge, por tanto, sino que reorganiza.
Por su parte, otra serie de poemas caminan por un registro narrativo, pero que también se articula alrededor de la evocación.
Esa mirada asimismo se detiene en el entorno humano. El enfoque es radicalmente humanista, de denuncia de la vulneración de los derechos humanos. Al respecto, se centra en los refugiados, sobre los que versan varias piezas. A su vez, un grupo de relevante de esos poemas narrativos gira alrededor de recuerdos de distintas guerras de diversos lugares del mundo. Entonces, la autora recupera y reactualiza el horror de antaño y nos lleva al de hoy, a la tragedia de la exclusión de los movimientos migratorios.
Ambas miradas conviven y llegan a converger en no pocos textos. No en vano, se llega a producir una transmutación del cuerpo en elementos de la naturaleza. Además, se registra una atención especial a la semilla tomada como símbolo de la potencia de vida.
Por último, hay que constatar que, en todo el volumen, se superpone una orientación vitalista. Muntañola lanza un continuo canto al amor, al compañerismo, a la fraternidad. El que recoja el impacto y la agresión medioambiental de las personas sobre entornos concretos y cercanos debe interpretarse como una muestra de su expresión (en concreto, como una queja sobre su ausencia).
Así, pues, una mirada que penetra y reconstruye es la que vierte Esther Muntañola a través de un verso afinado y una gran habilidad para la síntesis y la captación impresionista del entorno.
Reseña y Selección de poemas por Alberto García-Teresa

Marais Poitevin


Semeja la calma.
Es laberinto. Marisma.
Árboles como orilla, límite, ciudadela,
muros de raíces blancas
aves, insectos, pequeños mamíferos.
Caudal vegetal. El mundo ya sólo así.
Quietud.

Se buscan los árboles en el agua
y el agua ofrece constelaciones verdes,
estrellas verdes, pequeños fuegos.
Enrojece el espino, se enredan los fresnos,
y hay flores minúsculas y raras
y libélulas y pájaros miedosos.

Los árboles trazan
el camino del agua.


Caer


Abismarse en el amor, caer.
Las hojas como escombros a los pies de los árboles.
La guerra del invierno en los pies de los hombres.
El barro.
La mirada en la ceniza azul del cielo.


Comenzamos el otoño


Comenzamos el otoño
comiendo de una granada,
otra vez el tiempo acelerándose
jinete del vacío.

Llegaban fotos de Plutón
tomadas por la sonda Ceres
y acumulábamos fruta sobre la mesa.

En el mar que nombramos nuestro
encallaban personas que no llegarían a Europa
huyendo de la barbarie,
de la ignorancia que mata.
Millares, iguales a nosotras, a nosotros,
dejándose los pies, el alma, la heredad de la tierra.

Así comienza este otoño
que fuera no promete nada,
y temo al invierno por ellos,
al hambre, a la locura del dolor.
A la falta de amor en los ojos de los hombres.


Crítica en El Cultural, Rima Internapor Martín López Vega, 17 Julio 2017

Transcripción:

Comiendo de una granada (Bartleby editores) es el tercer libro de poemas de Esther Muntañola (Madrid, 1973, en la imagen). En él Muntañola alterna poemas que van de lo íntimo a lo histórico y lo actual; como si reflexionase sobre la vida a la vez que lee libros de historia y ve el telediario. Acierta cuando los tres hilos se cruzan, emociona a menudo por su capacidad para tejer verdad y emoción. Dice así “La sombra sobre el papel”:

Antes que el trazo,
la sombra sobre el papel,
como el cuerpo es amapola
antes que piel o carne
y el poema asombro, silencio, espacio
antes que palabra.

Qué frágiles,
absurdos, hermosos,
nosotros,
deseando perdurar en lo mutable,
en lo incierto y voraz,
definición de duda…
Así que amémonos,
dejemos al tiempo hacer lo suyo,
sólo somos pequeñas lumbres
al aire de la noche.

Crítica en CTXT  por Berta Piñán. 20 enero 2016

Transcripción:


Logo de CTXT. Contexto y Acción

Poetas en cadena

Segundo eslabón: Esther Muntañola

'El árbol' de Esther Muntañola es el poema que Berta Piñán, el primer eslabón, ha elegido para continuar con la serie de 'Poetas en cadena'




EL ÁRBOL

Cuando llegué a la casa ya estaba el árbol. Apenas vivo, algunas 

hojas como plumas, erizadas y sueltas, en desorden. No me

gustó, no me gustó nada, ocupaba un buen espacio, el macetero 
medio roto,y no había hoja sana. Mi hermano podó el árbol, 
cambié el contenedor y la tierra y conviví con él sin pena ni 
gloria los años siguientes. No sabía cómo hacer para que luciera 
mejor. El tronco endeble, las hojas duras se resquebrajaban con 


mirarlas. Y ya estabas tú en el centro de mi vida cuando cayó 
aquella granizada que lo apedreó y estuvo casi un año hecho jirones.



No sé cómo, pero poco a poco comencé a querer a aquel árbol 

inútil y feo, a refrescarle el verdor, a mantener la tierra limpia

de minadores, de pulgones, y todas las plagas que residían 

encantadas a su lado. Este invierno, ocho años después, me 

hizo llorar, lleno de flores, lleno de hermosas abejas zumbando 

embriagadas, lleno de vida. Cientos de flores. Qué esfuerzo 
tremendo. Y el aire lleno de olor.



Llegó la nieve, tuve miedo por él, las heladas se contaron en 

más de diez, volvió el granizo y no pude cubrirlo, pero aún 

quedaron granos preñados, se estiraron los días y se volvieron 

dorados los frutos. Hoy mordemos a medias este níspero 

humilde, hecho de sol y maravilla, y nos sabe dulce y vemos 

que está lleno de simiente, como todo aquello que el amor 
contiene.


Pocos símbolos son tan variados, ricos y universales. El árbol primigenio, el árbol de la sabiduría, el árbol sagrado que comunica las raíces profundas de la tierra con el cosmos, el árbol fruto y alimento, el árbol sombra y reposo, el árbol milenario, el árbol solitario, el del pecado, el del deseo y la culpa y tantos y tantos otros que pueblan nuestras culturas de norte a sur, nuestro imaginario colectivo de Oriente a Occidente: el árbol que nos condena y también aquel que nos redime. Todos ellos están presentes en este hermosísimo poema de Esther Muntañola pero ninguno de ellos lo es esencialmente. Porque, como en toda la buena poesía, aquí no se trata de dar palabras al símbolo sino de encarnarlo en la experiencia de lo personal. Por eso este pequeño árbol abandonado, como un árbol/pájaro “con sus plumas erizadas”, crece en el poema como si las palabras mismas fueran sus nutrientes. Por eso también, la fragilidad, la desconfianza, la fealdad incluso inicial del pequeño árbol apenas reconocible en su insignificancia, no encierran otra verdad que la vida agazapada en estado puro, semilla que será fruto y fruto que será simiente en el ciclo ininterrumpido de la vida, del amor, en ese “esfuerzo tremendo” contra la desesperanza y la muerte.
Pocas veces siento que todo es perfecto en un poema, que todo encaja, avanza y encaja y avanza como si fluyera empujado desde dentro del texto, como si el poema mismo atendiera solo a su necesidad de ser y existir. Pues esta es precisamente la sensación que tengo con este minúsculo/inmenso árbol de Esther Muntañola. Hay algo también de fragilidad en el texto, algo que pudiera desmoronarse, desvanecerse y que, sin embargo, pulsa por salir adelante y lo hace sin abusar de la emoción, sin abusar del prosaísmo, sin abusar de nada, en realidad. Equilibrio sobre la cuerda floja. Como el propio poema dice al hablar de los primeros frutos, “hecho de sol y maravilla”.
Esther Muntañola (1973), licenciada en Bellas Artes y profesora, ha colaborado en diversas antologías de poesía contemporánea pero su obra se encuentra hasta el momento recogida en dos poemarios, En favor del aire(2003) y Flores que esperan el frío (Trea, 2013). A este último pertenece el poema seleccionado y es precisamente el final de los 44 que componen un libro donde la autora, con la complejidad de la palabra sin artificios, da cuenta del asombro ante la contemplación del mundo.

Berta Piñán



Crítica en "El Cultural" por Martín López Vega




Transcripción:


la-vida-en-ambar-segun-esther-muntanolaEn la nota final a Flores que esperan el frío (Trea), su segundo libro de poemas,
escribe Esther Muntañola (Madrid, 1973) que “Mi proceso de trabajo implica sólo
publicar si considero que lo que he escrito supera la lectura en el tiempo”. Tal vez una justificación por los nueve años que han transcurrido desde que diera a la imprenta su primera entrega, titulada En favor del aire. Innecesaria, en cualquier caso; cada poeta tiene su ritmo y el tiempo que, es cierto, acaba por juzgar si un poema merece o no la pena, suele tomarse unos cuantos años más para decidirse… En cualquier caso, se agradece la cortesía, que no todos los poetas tienen con sus lectores (algunos, por el contrario, somos bastante pesados).
Una tensión fundamental atraviesa estos nuevos poemas de Muntañola,
enmarcada certeramente por las citas que ha elegido como pórtico a su libro
 (de Auden y Bachmann): la necesidad de vivir el día de hoy, con sus virutas de tedio y sus ráfagas de alegría, usando como linterna el oro guardado de los instantes felices pasados. Y en medio de todo eso, el corazón de duda que late siempre en la poesía auténtica. El libro dura lo que dura una historia de amor:

Al amanecer crece luz blanca
entre los edificios, luz en ámbar,
luz tendida
sobre el cielo abarcable de los amantes.
En tanto,
en todo este vacío despiadado,
llevamos a solas el cuerpo a casa.
La obstinación de la vida cada mañana.

El poema que he citado se titula “Yo ya no sé si tengo tu boca”, especialmente significativo: no hay prácticamente ningún poema de este libro que no sea, de forma más o menos disimulada, un poema de amor. “Todo el universo obedece al amor”, decía La Fontaine, y esa certeza, entre presencias y ausencias, atraviesa todos estos poemas. “Éramos hermosos. Nuestra piel olía a vida escandalosamente”, termina el poema que da título al libro, uno de los varios poemas en prosa que contiene. Esther Muntañola busca en sus poemas lo esencial, decir mucho con pocas palabras. Eso tiene algunos problemas: uno de ellos es caer en la obviedad (tal vez peque de ella el último verso del poema que he citado; quizás desarrollando algo más el poema podría haberse comunicado eso mismo sin necesidad de dárnoslo tan masticado en el último verso, a modo casi de moraleja); el otro, el chiste fácil (como el final de “Advirtiendo una grave enfermedad”). La economía de recursos evita la brillantez, busca hablar en voz baja, susurrar unas pocas conjeturas, sensaciones. Muntañola habla de la luz ámbar que acecha en el semáforo del mundo, recuerda que siempre, siempre hace un momento que estaba para nosotros en verde y siempre, siempre está a punto de ponerse en rojo.

Dice Berta Piñán en el prólogo a este libro que los mejores momentos del libro “nos emocionan desde el detalle mínimo, los que logran sorprendernos y también esos otros que no renuncian a comprometernos, a interrogarnos”. Ciertamente, Flores que esperan el frío es un libro que probablemente no diga nada al lector acelerado, pero que dará a aquel que sepa acostumbrarse a su ritmo, acunarse en su cadencia, puertas que dan a muy a dentro en forma de sutiles detalles. Como esa piel que olía a vida escandalosamente y que según Berta Piñán (y comparto su opinión) basta para justificar el libro. El semáforo está en ámbar, y Muntañola lo ha detenido ahí. A otra cosa no aspira la poesía.


Crítica en "Puentes de Papel" por José Luis Morante



"Tiempos de frío" por José Luis Morante

Transcripción:

ESTHER MUNTAÑOLA. TIEMPOS DE FRÍO.

 Flores que esperan el frío
Esther Muntañola
Poesía, Trea,  Gijón, 2012 

   Casi una década ha transcurrido desde que Esther Muntañola (Madrid, 1973), artista plástica, Licenciada en Bellas Artes y docente en ejercicio en un instituto de Secundaria, editara su primer poemario en la imprenta bejarana de Lf Ediciones, al cuidado de Luis Felipe Comendador. El largo paréntesis de buscado silencio me sugiere una reflexión previa sobre la actitud del yo biográfico ante el hecho literario: un deseo de profundidad y maceración, un afán de indagar en lo esencial de la palabra sin preocuparse en lo más mínimo por aparecer en los escaparates de la actualidad o por buscarse sitio entre los asientos libres de grupos y etiquetas.
Flores que esperan el frío, título con reminiscencias literarias, se abre con un liminar firmado por la poeta Berta Piñán. Es un texto  que guarda un pautado equilibrio entre reflexión y emotividad, con enunciados clarificadores como los que siguen: la mirada poética de Esther Muntañola contempla el mundo desde el asombro de lo pequeño, busca una esencia minimalista, y acepta la belleza con una emoción contenida que llena el entorno de enlaces subjetivos.
   Con esas coordenadas estéticas nos adentramos en un libro que fusiona percepción sensorial y estados de ánimo. El mundo es diverso, desajustado, frío. En él caben identidades que naufragan en la opacidad de lo diario y se exponen a la indagación de las palabras. Pero los contraluces de la realidad tienen una solana, una fachada diáfana en la que el amor actúa como mar de fondo que concede otro sentido al contorno de las cosas. Esa presencia de lo sentimental es un cerco que aísla y protege; y al mismo tiempo prolonga las sacudidas de la identidad hacia el otro, hacia ese espacio íntimo que nos dice que no estamos solos.
  El avance argumental parte de una situación condicional: “La tormenta de piedras arrasó las flores “; con esa metonimia de la desolación, el yo poemático emprende itinerario vivencial por el reverso de la realidad, por el espacio umbrío. Pero la belleza está sobre la superficie, esperando la retina despierta, capaz de capturarla: “Todo habla en silencio, lentamente, / y a veces, sólo a veces, / nos detenemos y escuchamos “. El cielo es abarcable y se dibuja azul sobre la obstinación de la costumbre.
   Los poemas que integran Flores que esperan el frío respiran emotividad y transparencia, buscan palabras que amalgaman la calma y la tormenta para fijar la certeza elegíaca que tienen los instantes al paso. 

  


Crítica en "El mirador Literario" por Ricardo Virtanen


"Fragilidad y deseo" por Ricardo Virtanen


Crítica en "Ojos de papel" por Marta López Vilar



Transcripción:

Flores que esperan el frío de Esther Muntañola

Por Marta López Vilar, lunes, 03 de junio de 2013
Siempre acostumbro a encontrar un título que acompañe a mis palabras. Esta vez confieso que ha sido imposible. Son dos los motivos que me lo han impedido. El primero, el libro del que vengo a hablar es uno de los que mejor se amoldan al título que la autora le ha dado. El segundo, porque hacía mucho tiempo que no leía un libro con un título tan hermoso. Las flores esperan el frío. Mucha delicadeza hay en esas palabras, mucho tránsito tibio que espera ser borrado alguna vez. Confieso que leer Flores que esperan el frío es descubrirse en la belleza, en medio de ella, con todo lo que de atroz puede llegar a tener. También confieso mi alegría por que la voz de Esther Muntañola (Madrid, 1973) haya llegado de nuevo a las librerías. Su voz poética no es de estruendos ni exhibiciones, parece escondida en el silencio que sólo la buena poesía tiene. Por ello, sus largos silencios entre libro y libro (su anterior libro es de 2003, titulado A favor del aire) hace que se intuya ese trabajo poético honesto que tanto necesita el panorama poético, pero no se deja de echar de menos sus versos.


Flores que esperan el frío (editorial Trea) es un libro hermoso, intenso, perfilado. Cuando se lee el último verso se sabe que nos hemos convertido en otra persona. Ahí, creo yo, radica el poder transformador de la poesía. Después de un buen libro se mira de otra forma.



Abrir este libro es situarse en medio de una tormenta, una tormenta que lo ha arrasado todo, como al irnos a dormir, de repente, llega el sueño y comenzamos a soñar. Nadie sabe qué nos ha llevado allí. Tampoco se sabe dónde comienza la tormenta. Se abre ante nosotros un mundo caído, con restos de belleza por el suelo. Creo que no hay belleza más terrible que la extinta, aquella que se muestra como un rastro de humo de un mundo que fue hermoso y ya no está. Desde ese instante, el libro inicia un itinerario de búsqueda donde hacerse existencia. Todo en este libro es existencia leve, que nace desde una raíz que deja ciego a quien la alcanza. Hay una voz que se presenta sola, desunida de algo, dividida de aquello que la nombra. No hay peor soledad que aquella que se sabe lejana a aquello que la hace posible. Por ello cada uno de los versos que nacen aquí se atan a todo lo viviente. De ese mundo derrumbado, arrasado por la tormenta cruel, nace la vida. La prologuista del libro, Berta Piñán, acierta en ver cómo todo se liga a lo pequeño para contemplar el mundo. Esa delicada compañía es la que favorece el viaje hacia aquello que está lejos y dota de sentido. En su poema “Sobre la superficie” escribe: Es como si las cosas se hubieran ido de ti o tú de las cosas/ y la belleza se mantuviera exacta, sobre la superficie,/ esperando ser vista,/ formando parte de esa capa de polvo/ que hace más hermosas las botellas, el vidrio, los armarios. Parece que la belleza se mantuviera indemne ante tanto frío pero, quién sabe si tal vez aceche a esa misma belleza ese frío amenazante. Ahí late este hermoso libro, en la espera goteante del frío, sabiendo lo efímero de ese nacimiento. Recuerdo ahora el poema “Pan y vino” de Hölderlin, allí se ve cómo el poeta que es hombre no puede soportar durante un instante la plenitud de lo divino que nunca llega a verse. No hablo aquí de esa divinidad, pero sí de una belleza que se sabe efímera, a punto de quebrarse. A cada paso que se muestra en todos y cada uno de los poemas de este libro puede verse. La explosión de la hermosura es efímera. La búsqueda de aquello que se ama, enraizado en lo más profundo del ser de quien escribe, se siente rodeada de fragilidad hecha carne y naturaleza. Dice su poema “Quise establecerme en la cercanía de tu piel”:



El cielo era una pantalla de cuarzo líquido
y los besos muertos se abandonaban en fríos ramales de orquídeas.

Mi corazón, juglar temerario
empeñado en arar tierra de piedra,
mordiéndose las alas y la arrogancia,
poseía el vacío,
la estepa blanca como heredad.

Y por más que quisimos atribuirle razones a la indefensión,
al dolor, no encontramos nada,
sólo la muerte.

La naturaleza del amor es su ausencia, el recorrido helado por parajes de nieve. La indefensión de lo amado se explica tan sólo a través de la muerte. Ese es el frío de las flores, aquello que arrasa con lo hermoso porque no soporta su plenitud durante mucho tiempo (esto acontece también en el poema “Indefensión”). Su poema “Dibujando” dice:

En el azul de la noche llenas tus ojos de agua, líneas teñidas de sol o de alambre, indicios de vida, flores pequeñas. […] Todo nace para ti en este instante que detienes.

Aquello que muere es aquello que salva, aquello que ha estado parado, sin tiempo, como tan sólo le ocurre al futuro –ese tiempo que nunca llega y siempre vive- pero cuando muere nos queda entre las manos el mismo frío de la nieve derretida entre los dedos. Sentimos el frío, pero no vemos aquello que lo provoca. Es el mundo de los hombres ciegos que tiemblan. Pero Esther Muntañolalogra mostrar esto que digo con una delicadeza tal que no se hace irrespirable. Hay libros donde no existe el aire, donde todo se reduce a una habitación vacía llena de fotografías, como si su naturaleza fuera tan sólo morir y recordar. No es el caso de este libro. Todo lo lejano, todo lo que aguardó su frío y llegó sin piedad, es una presencia tenue que roza como rozaban los presagios.

Pero este libro no es un canto estoico a la resignación de la pérdida, sino todo lo contrario. Se nos presenta esa fragilidad para escribir aquello que puede quebrarla. En su hermoso poema “Preisner” concluye:

Conozco una partitura antigua
en la que crecen las notas, verticales, agudas;
sé que esas voces romperían la niebla.
Sé que esas voces romperían la niebla.

Confieso que me emocioné al leer estos cuatro versos –no fue la única vez con este libro-. ¿Cuántas veces una pequeña aparición –ya sea un poema, una voz, una partitura- no ha roto el corazón aparentemente inquebrantable del vacío? Y hay algo más en estos cuatro versos. Las notas crecen, como si fueran pequeños animales, pequeños seres vivos que llegan hasta quien lee el poema. Todo en este libro es un canto a la vida desde aquello que ya no está. Es hermoso y, además, está muy bien construido. En su poema “En tierra de Carlo Magno”, el poema se cierra con una salutación a la vida desde el encuentro de los cuerpos:

Sabes que no podría recorrer tu corazón en bicicleta
-no podría andar en tu corazón cerrado-;
así que bebamos, quiero reír esta noche,
quiero llorar esta noche,
quiero bendecir esta noche
con tu cuerpo.

Respiré el aire de los Carmina de Catulo en estos versos, pero siempre con una naturalidad que hace que la poesía de Esther Muntañola haya sido hija de una gran tradición, pero completamente independiente. No se encuentra en sus versos la contorsión de la influencia, el rictus de hierro de lo otro. Eso hace que el lector se sienta agradecido, al menos yo así me siento.

Este libro nos ofrece lugares pequeños, manos que aguardan la lluvia y el calor, la respiración breve de lo vivo. No me queda más que mostrar mi felicidad por su existencia, su más que merecida existencia.


SELECCIÓN DE POEMAS(efectuada por Marta López Vilar)



YO YA NO SÉ SI TENGO TU BOCA

Al amanecer crece luz blanca
entre los edificios, luz en ámbar,
luz tendida
sobre el cielo abarcable de los amantes.

En tanto,
en todo este vacío despiadado,
llevamos a solas el cuerpo a casa.

La obstinación de la vida cada mañana. 



LUZ


Intensamente llega la luz
y todo lo desborda.

La tierra cada vez más abierta
como un humano corazón,
el mío.


A TRAVÉS

El mar es el cielo desde aquí.
Luces temblonas como candiles en el agua
iluminan el azul. Las manos
huelen a tierra cuando escribo esto,
como si el agua de lejos les diera vida.

He nadado ese cielo de calles altas, inclinadas.
Voy dejando mi ropa en el camino. Son las siete,
tiempo para ver.
Pájaros, atentos, me miran el alma.

El cielo es el mar desde aquí;
y el insomnio,
y la ley del aire.

Quiero respirar de nuevo algo que siga vivo.


FLORES QUE ESPERAN EL FRÍO

La noche volvía enferma al mar, nos detuvimos en el ámbar de la luz marchitándose, en el agua de los días que se fueron. Teníamos un poco de luz sobre las manos, en los límites de nuestros cuerpos azules, en el cabello sumiso al viento, esparcido. Teníamos la certidumbre de la derrota, del verano en fuga hacia mel horizonte, de las salamandras pequeñas que recorrían la terraza, de las flores que esperan el frío. Teníamos la boca triste, la piel triste, los ojos tristes insumisos, el silencio abrochado, laúltima cópula, la última verdad mintiéndonos deprisa. Existimos en nuestras sombras alargadas sobre sal, en nuestros ojos poseyéndose indecentes ante el cielo, en los pájaros, que llegaban de la nada a disputarse la tierra. Éramos hermosos. Nuestra piel olía a vida escandalosamente.


TAMBIÉN LLEGA LA NIEVE

También llega la nieve.
Cubre tu corazón, el agua, la tierra seca del invierno.
Llega la nieve
y es bendición su silencio
sobre las cosas,
su silencio en el mundo.

Hermosa como una mirada
en el asombro de la vida.





































































































































































Entrevista en "El mirador literario" por Ricardo Virtanen

Entrevista en "El Mirador literario"







Entrevista en "Puentes de Papel"por José Luis Morante.


Entrevista en "Puentes de papel"


Transcripción:

                                                               
Poeta y artista plástica, Esther Muntañola presenta el viernes, 8 de febrero a las 19,30, en la madrileña Librería Alberti, su poemario Flores que esperan el frío, (Trea, Gijón, 2012), acompañada por Ricardo Virtanen. Con su afecto de siempre la poeta responde a este pequeño diálogo.
 ¿Cómo surge esta edición en Trea?
Me parecía muy interesante la labor editorial de Trea por su nómina de autores  y por la manera tan hermosa de editar que siempre han tenido. Me atreví a enviarle al editor el poemario  y fue de su agrado.
¿Qué ha cambiado en tu enfoque poético desde tu carta de presentación,En favor del aire?
Verdaderamente no creo que la diferencia entre ambos poemarios sea un criterio     de enfoque, las obsesiones de cada autor finalmente determinan la obra y en mi caso, creo que para bien o para mal, siguen siendo las mismas. Entre un libro y otro ha pasado tiempo de vida. El tiempo, que nos ensancha vitalmente a todos como personas, y en el caso de los creadores, genera matices en nuestra obra.
¿La plástica concede otra percepción a la mirada del poeta?
¿Y la Poesía, concede otra percepción a la mirada del pintor, del escultor, del   músico?  Somos diversos, múltiples, permeables. La capacidad de observación imbrica ambos mundos. El ojo no mira, es el cerebro. Nuestra mente genera el entorno y en cierto modo lo establece para nosotros. La realidad, para el artista, es recreada dos veces, sea cual sea la forma en la que tome expresión.
La poeta Berta Piñán firma una encomiable introducción y resalta la esencia minimalista de tus versos. ¿Compartes esa definición?
Estoy muy agradecida a Berta Piñán por el hermoso prólogo que ha escrito para Flores que esperan el frío. Ella habla de una búsqueda de lo esencial en el lenguaje en este libro y realmente ese es uno de los puntos más importantes en los que me he intentado centrar a la hora de construir cada poema. Eliminar lo accesorio para enfocar lo necesario.
¿Qué voces contemporáneas te deparan mayor afinidad?
La poesía Europea y Norteamericana son hoy por hoy las referencias que me resultan más atractivas como lectora. Estamos teniendo acceso a ediciones bilingües y muy buenas traducciones, es una fortuna. Pero en vez de reseñar dentro de ese panorama a autores que son sobradamente conocidos, me gustaría señalar la riqueza del la obra de poetas que están escribiendo en lenguas peninsulares como Olga Novo, Xabier Rodríguez Baixeras, Luz Pichel, Berta Piñán, Antón García, Lourdes Álvarez, Xosé Bolado, Xuan Bello, Joan Margarit, Pere Rovira… Me interesan mucho sus obras por su singularidad e intensidad.



























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